A ti, que arrastras mi indefenso
cuerpo herido por un glaciar
espantando la muerte en estampida
a nadie más.
Sospechosos de relaciones con el viento,
señalados como conspiradores en exilio
y conjurados de la eterna Patria Ausente.
Nos sindicaron como enemigos de las filas,
nos acusan de confidentes de la Muerte,
nos persiguen como predicadores del Retorno
y denigradores de la resignación.
Estamos marcados con el tatuaje de la Lealtad.
Somos profanadores del tumulto y moradores del silencio.
Nos tienen fichados como amantes secretos del Desierto.
Nos detuvieron como extraños en los valles.
Nos golpearon como cómplices de Cumbres y de Soles
y nos juzgaron por disolventes del orden tolerado.
Fuimos hallados culpables
de Asociación Ilícita con la Montaña.
Y hasta aquí llegaron…
Pero tú y yo
nos condenamos al Diálogo Perpetuo
del camino con la Estrella,
del peregrino con su Dios.
Dime, entonces, compañero
porque ahora te empeñas en probar tu inocencia
mientras yo sigo proclamando
a todas las Cumbres y los Vientos
mi indeclinable Culpabilidad.
Caminaba despacio a través del bosque dormido, medio desorientado en la noche clara y serena que envolvía la tierra en tintes de azabache. La nieve, blanda y profunda, hacía de mi marcha algo lento, pesado y dificultoso. Penetraba el piolet con suavidad, hundiéndose hasta el mango, sin facilitar ningún tipo de anclaje. Ásperas retamas, recubiertas de copos blanquecinos, oponían su tupido ramaje a mi ascenso por la ladera, o cedían bajo mi peso, huecas y movedizas, rechazándome hacia atrás. Hacía frío. Yo sudaba. Cansado y abatido, tan solo deseaba acabar pronto, encontrarme lejos de allí en algún lugar confortable y acogedor, en el ambiente cálido y familiar del propio hogar.
Empezaba a nevar otra vez. Finas y delicadas lentejuelas de virginal blancura que iban a morir calladamente, sin un suspiro, posándose sobre mi cabeza, en el macuto, entre los pliegues de mi ropa. Casi podía sentir el frío cortante del mango del piolet a través del guante; y la desolación, en medio del silencio. La senda de la montaña está erizada de pequeñas contrariedades que nada tienen que ver con los desmesurados peligros que la fantasía o la ignorancia popular creen adivinar en ella. ¡Cómo pesan, sin embargo, cuando el ánimo no está presto para afrontarlas!.
No se como, mi mente voló tras un recuerdo. Pocos días antes un amigo mío había sido el primero en abrir en mi alma la llaga lacerante de una duda.
¿Por qué vas a la montaña? Me había preguntado.
¿A qué te refieres?
A nada en particular, hombre. No me mires así. Solo que es algo que no acabo de explicarme. Pero tú eres montañero y tienes que saberlo. ¿Qué buscáis en la montaña? Pasáis hambre, frío, miedo y fatigas. Y todo ello, ¿a cambio de qué? ¿Conquistar una cima? ¿Y qué hay en ella que pueda ser tan importante? Os exponéis con obstinación frente a un miedo inhóspito y primitivo, no parece importaros las privaciones y los sufrimientos, arriesgáis incluso vuestras vidas. ¿Qué motivos os impulsan a sostener una lucha tan insensata?
Cogido de improviso, o quizá porque nunca me había planteado a mi mismo la cuestión de aquella manera tan abierta, confieso que no supe que responder.
Pues, verás… empecé, indeciso, sin saber a ciencia cierta como iba a continuar.
Te lo pondré más fácil, prosiguió mi amigo implacable. ¿Qué significa concretamente para tí la montaña? ¿Una simple aventura, un escape a tus problemas, la persecución de algún sueño inalcanzable quizá?
Ni siquiera recuerdo lo que contesté. Supongo que di algunos rodeos antes de sacar a colación los tópicos de siempre. Lo reconozco, no hice ninguna brillante representación de mi papel. Al terminar, la cara de mi amigo hablaba por si sola de lo decepcionante que le habían parecido mis palabras.
Camino de mi casa, después de separarme de él, la pregunta seguía hostigándome con su crudeza simple y directa: “¿por qué vas a la montaña?”
“Bueno, pensé, he aquí una cuestión fundamental que voy a tener que encarar seriamente, en bien de mi propio equilibrio emocional”.
Y este pensamiento me había llenado de una extraña desazón que no pude dominar durante el resto del día.
Una retama se quebró bajo mis pies con un murmullo sordo y susurrante, sacándome de mis ensoñaciones. Alcé la mirada con gesto cansino. Había estado caminando sin darme cuenta, mecánicamente, sumido en los recuerdos, y necesitaba orientarme de nuevo. Ensimismado como iba no me había percatado de que así, al pronto, había dejado de nevar. La noche era otra vez un tapiz de despejada negrura que las estrellas animaban con sus luces puntiformes. Y ¡oh, sorpresa! Más allá, subiendo hacia la izquierda… ¿qué era aquel resplandor lechoso que emergía sobre los pinos, acariciando con su mano, casi fantasmal, las cetrinas copas?
¡El collado!, exclamé casi en voz alta, poseído por una alegre excitación. Ya era hora. Esto se acaba. ¡Por fin!
Momentos después me hallaba en el horcajo, contemplando con indiferencia el collado salvador que se extendía frente a mí. Lo conocía bien. Un pequeño calvero casi circular, mustio, solitario, algo más de treinta metros de suelo llano y despejado. Aparecía ante mis ojos vestido con su blanco manto invernal, como una laguna reflejando la pálida luz de las estrellas entre las sombrías masas arbóreas. A su fondo, y siempre a la izquierda, yo podía adivinar el camino que desciende por el bosque en corto trecho hacia el valle, a la civilización y al hogar. Si, lo conocía bien y había pasado por allí muchas veces, en circunstancias diversas, sin detenerme jamás a indagar sus posibles encantos ocultos. Nunca pensé que hubiera una razón para hacerlo, como tampoco ahora la había, naturalmente.
Eché a andar con pasos apresurados, dejando una huella informe sobre la nieve espesa y pulverulenta que cubría el collado. La pureza y tersura de la nívea alfombra eran tales que casi daba reparo estropearla pisándola de aquella manera tan irreverente. En mi estado de ánimo, sin embargo, esto no eran más que lindezas desprovistas de sentido. Llegar al camino, descender lo más rápidamente posible, perder de vista el collado, la noche fría, las molestias y el cansancio, olvidar el bosque y la montaña misma. He ahí las cosas que conservaban intactas todo su significado.
Me detuve unos instantes al borde de la espesura para estudiar la situación. ¿Fue un ademán impuesto por el hábito o el producto de una repentina inspiración? No lo se, y puede que no lo sepa nunca. ¿Acaso podemos comprender siempre el significado de nuestros actos?
Sin saber como me encontré sentado sobre la nieve, ligeramente recostado contra el macuto. Las piernas hechas un ovillo, en total inmovilidad, al extremo del blanco tapiz que ocultaba el collado.
Por unos momentos mi consciencia se diluyó en la noche. Como obedeciendo a una extraña llamada desde el silencio, mi mente voló a través del frío y me ví en una cumbre desconocida.
Según las antiguas tradiciones, una montaña une la Tierra y el Cielo. Su cima conecta con el mundo de la eternidad y su base se ramifica en múltiples estribaciones por el mundo de los mortales. Una montaña desde cuya cumbre se divisa el universo con una perspectiva desconocida. Una cima cuya altura es análoga al límite de nuestro propio espíritu.
A mi alrededor unas voces incorpóreas, articuladas desde la inmensidad, que se identificaron como emisarios de las cumbres, la soledad y el viento, me indicaron que estaban allí para mostrarme “La Colonia de los Hombres”
Hemos esperado muchos años hasta que madurara tu corazón, dijeron.
Ahora que, peregrino del Retorno, vives en exilio porque has logrado erradicarte para fundar tu propia patria.
Ahora que te sumerges en la pureza genesial de tu mundo de Montañas y Vientos.
Ahora que te reconoces, sin explicaciones, hermano de las estrellas y la noche, del arco iris y la lluvia, de las rocas y la nieve, de los picachos y los vértigos. Ahora que has ganado, tras intensos combates y difíciles cumbres, la conjugación de tus contradicciones.
Ahora que eres de los nuestros, podrás comprender el universo de tus hermanos, los hombres.
Amanecía. Era mi hora, y los emisarios lo sabían. La manifiesta complicidad entre cumbres, horizontes y mi corazón, había creado en mi una sed nueva: sed de sol. Yo no amaba tanto su luz cuanto su calor.
Aquellos, allá arriba, me dijeron, vuelan solitarios como las Águilas y llevan la señal de los incomprendidos.
Nacieron de un secreto designio, viven en camino, su propio camino, y se transformarán al morir en auroras de luz.
Anidan en el silencio y calman la sed con el rocío que brota de la conjunción de la alta noche y la desnuda tierra.
Una estrella los guía hacia aun no abiertos caminos y renovadas patrias.
No conocen las satisfacciones baratas ni las mezquinas compensaciones, porque su alma se adentra en la Paz profunda de las conquistas invisibles.
Esperan, vigilan y alumbran los nuevos amaneceres. Cuéntalos. Si puedes. Te sobrarán los dedos en las manos. No obstante, su trayectoria, objeto de amor o de odio, se inscribe molesta como una espina, en el historial multitudinario de los rebaños, recordándoles lo que pudo ser y nunca fue.
Todas las cumbres de nuestro alrededor nadaban en luz. Una secreta armonía presidía desde su Refugio la vibrante fuerza cósmica que desbordaba sobre los altos horizontes.
Ellos, los enviados, continuaron hablando:
¿Ves ahora aquellos otros?
Atraídos por el vuelo poderoso de los primeros, los creadores de caminos, recorren, peregrinos del fuego, la difícil y hermosa senda recién abierta ante ellos por sus hermanos mayores.
Su signo es la lealtad.
Duermen bajo una tiendo nómada a la luz de las estrellas y calman la sed en los ariscos manantiales que arrastran límpido el reciente origen de las altas nieves. Conocen también la Paz profunda que los inhabilita para solazarse en alegrías adocenadas.
Aun los podemos contar. Tus manos y las nuestras podrán encerrar su escaso número.
Aquí hubo una pausa como de final de capítulo. Contrastaba ahora la magnificencia del día con la tristeza que se insinuó en las voces de mis interlocutores. Al principio nada yo distinguía. Eran tantos y tan uniformes los millones del hormiguero y tan pequeños allá abajo, en el fondo del valle, al que todavía no llegaba de lleno el sol.
Escucha ahora la parábola de la metamorfosis.
En todos esos rebaños algunos fueron siempre cuadrúpedos, pero otros, los más torpes, son águilas degradadas.
Atrofiadas, las alas se convirtieron en patas, y faltas de uso la potentes garras degeneraron en pezuñas. El grácil pecho que embestía el viento tomó la forma de voluminosa panza rumiante dotada de muchos estómagos. La esbelta cabeza evolucionó a pesada testa y la poderosa vista de otrora apenas basta para distinguir las carnosas grupas de los que van delante y los enlodados ijares de cuantos los estrujan por los lados.
Son rebaños. Apestan a sudores y excrementos. Abdican de todo protagonismo y obedecen a los instintos y al látigo. Son descendientes del azar y sus existencias constituyen equivocaciones del destino.
Si algún día se extravían y pierden la manada, será fácil reconocerlos porque llevan en la testa el estigma del Montón.
Se sacian en abrevaderos enfangados por sus propias pezuñas. Gozan de indiscutible felicidad hecha de pastos, charcas, montoneras y establos.
Durante el día esperan y vigilan la llegada de la noche, su momento supremo de la afirmación del rebaño.
Cuéntalos si puedes. Acabarías primero numerando una a una las arenas del mar.
Si su vida carece de sentido, la muerte parece justificarse, como rebaños que son, llevados al sacrificio.
Luego de un pesado silencio, los embajadores de mi patria dijeron como concluyendo:
Todos los humanos arrastran lodo y alumbran estrellas, alimentan aves de corral y crían águilas, se deleitan en los valles y rinden culto a las cumbres.
Adivinando entonces mis pensamientos, se apresuraron:
Es inútil que intentes redenciones.
Ni arrojes al solitario en medio del valle. Allí, torpe, lejos de su mundo de vientos, no sabría moverse. Precisamente porque puede volar no sabe moverse en tierra el águila. Los rebaños no tardarían en pisotearla y devorarla. La imagen del solitario les atiza remordimientos.
Ni conduzcas bondadoso los rebaños a las altas rutas. Cuatro patas son demasiado estorbo para los equilibrios de las difíciles sendas. Allí morirían faltos de pastos y asfixiados en la añoranza de las atmósferas atosigadas.
El mundo está bien así, dijeron al alejarse hacia mi Patria.
Una violenta Epifanía explotó en mí. La estrella luchaba por fundir el barro. El águila agitaba las potentes alas sobre la algarabía de mis aves de corral, y la Cumbre se erguía tentadora sobre los complacientes valles de mi corazón.
Nada había cambiado al despertar de este sueño, los mismos árboles, el mismo frío, la misma soledad, el mismo silencio presidiéndolo todo con absoluta y soberana majestad. Y, no obstante, todo me parecía distinto ahora. Ya no tenía prisa por regresar, ya no me importaba el cansancio ni la noche y sus tinieblas desapacibles. Sea como fuere, el caso es que ahí estaba la respuesta. La respuesta que en su momento no había sabido dar a mi amigo.
En unos instantes yo había dejado de ser un extraño, el intruso no deseado en aquel momento hostil de salvaje y primitiva belleza. Podía sentir, por fin, el pulso lento y adormecido de las cosas inanimadas, bajo la luz fría y distante de innumerables estrellas, que artesonaban el pedazo de cielo por encima del collado. Podía oír el susurro tímido y apagado de los árboles, apenas mecidos al arrullo lánguido de alguna brisa pasajera. Era como si el tiempo se hubiera detenido, como si hubiera sido arrastrado repentinamente a una dimensión mágica y desconocida en la cual podría participar del ritmo perfecto de la naturaleza, al paso balanceante de los siglos, como si nunca hubiera existido otra cosa que aquella quietud infinita, casi mística, que se extendía sobre la tierra embalsamada de blanco.
Sentí que algo muy hondo conmovía mi alma, la sutil fascinación de la belleza en sus esencias más puras y recónditas, mientras la luz evanescente de las estrellas se deshacía en reflejos opalinos a mi alrededor, inundando el collado de un clamor mortecino irreal. Permanecí allí en muda contemplación, sumergido en cendales de acariciante oscuridad, escuchando el lenguaje milenario de la tierra, cargado de acentos remotos y cautivadores, de armonía, de paz y sosiego. ¡Qué difícil expresar con palabras la compleja explosión de sentimientos, la amalgama de sensaciones suscitadas por un momento de trascendental revelación!
Aquella noche, en el collado, comprendí la naturaleza del impulso que nos mueve hacia las montañas. Vivimos inmersos en un tipo de civilización que se empeña en asfixiar sistemáticamente en cada uno de nosotros lo más hermoso de nuestra humana condición. La aventura de la montaña significa una posibilidad de reencuentro con ese aspecto voluntariamente postergado e ignorado de nuestra intima esencia, una búsqueda de las emociones mas simples en estado puro y desinteresado, un acercamiento a todo aquello que ensancha los horizontes de nuestro espíritu por los caminos de la belleza, del descubrimiento de nuestra propia identidad, expresar el deseo profundo, sito en los recovecos de lo inconsciente, de buscar el misterio de nuestras primitivas y verdaderas raíces. Decidirse a conocer la montaña es un intento de valorar nuestra propia presencia en el contexto de la Naturaleza o aun del Universo mismo, un modo de justificar lo que fuimos, lo que somos y lo que queremos ser, una manera humilde, pero digna, de tantear la respuesta del eterno “¿Por qué?” que late en lo más ignoto e inaccesible del espíritu del Hombre.
Aquella noche, en el collado, tuve la suerte de acceder a un mundo de realidades plenas y auténticas. Permanecí inmóvil y en silencio abrumado por la emoción, sintiendo lo fantástico y escurridizo de la existencia. Por último, el ruido seco de una rama al ceder bajo el peso de la nieve deshizo el encanto, quebrando el hechizo. No importaba. Acababa de saber por que iba yo a la montaña. Tenía una respuesta y era todo cuanto podía desear. La luz de las estrellas envolvía en hilos de plata las copas de los árboles. Sombras mortecinas pululaban por el collado y un hálito impalpable pareció seguirme unos instantes, mientras descendía por el nevado sendero, camino del valle.
Aun no he visto a mi amigo. Un día de estos me encontraré con él y es muy posible que vuelva a hacerme la misma pregunta:
¿Qué buscas en la montaña?
A lo que responderé:
“Creo que nada en particular. Tal vez un collado nevado, al fulgor esmorecido de las estrellas de una noche fría de invierno”.
Pero no estoy muy seguro de si me entenderá.
José Luis Hurtado
R.S.E.A. Peñalara
R.S.E.A. Peñalara
Hace ya unos añitos, ¡15 nada menos!, que Angel y Tente durante la realización de un curso de Montaña nos entregaron este relato... La verdad es que desconozco quien es el autor y si pertenece a alguna obra más extensa (le pregunté a Angel y me dijo que tampoco lo recordaba, si alguien que lea esto lo supiera agradecería que me lo dijerais)... De lo que si que me acuerdo es de que fue un relato que nos encantó a todos... el otro día removiendo papeles me lo encontré y me hizo ilusión compartirlo con todos vosotros... espero que os haya gustado tanto como a mí me gusto la primera vez que lo leí...
¡Saludos Esgalleros!
Edito a 25 de Febrero de 2010: ya me he enterado de quien es el autor (ver comentarios)...
3 comentarios:
No tengo ni idea del autor.
Pero, al igual que a ti, me ha encantado.
Un beso por tus flores tambien.....
Nandi
Hey Nandi!!!... muchas gracias por tu visita y palabras... al final me gané el beso con las flores, yujuuuuu!!!... Saludos Esgalleros!!!
Tiene gracia, pero hoy, casualidades de la vida, me he enterado de quien es el autor del relato... esta tarde, Tente nos ha puesto su último audiovisual en Guardo, y ¿a que no sabéis con que poema empieza el vídeo?... pues con el Cómplice de la Montaña!... y resulta que su autor es Jose Luis Hurtado, actual presidente de la R.S.E.A. Peñalara... pues nada, "nunca te acostarás sin saber una cosa más"...
¡Saludos Esgalleros!
Publicar un comentario